Queda atrás la toma del Zoológico, una casa de cuatro pisos que guardaba, en la parte alta, dos caballos robados del Polo Club, un toro de casta que embestía como loco, y en el sótano, unos marranos que terminaron por comerse dos costales llenos de marihuana y otro de basuco, para terminar muertos por sobredosis. El caso de una anciana cachaquísima que presentó fuertes crisis de síndrome de abstinencia porque, después de resistirse por décadas a salir de su vivienda –adornada con muebles de comienzos de siglo XX y vajillas de plata–; se había acostumbrado a tener durante años y frente a su casa, el cambuche de un viejo que le metía el humo de su pipa basuquera por debajo de la puerta, y sin saberlo, ella también se había convertido en ‘basuquera pasiva’. La prostituta que, luego de recibir 40 millones como adelanto por el negocio de una de las viviendas, decidió regalarse una liposucción en lugar de comprarle otra casa a su pequeña hija. El decomiso de la máquina que falsificaba las monedas de mil pesos y el reclamo airado de su propietario, quien intentaba demostrar la legalidad de su aparato con una factura de compra.
http://www.ciudadviva.gov.co/septiembre05/periodico/4/index.php
No es sólo el parque. Es algo que flota en el ambiente, que se percibe: es haber dejado atrás una bruma, una densa neblina oscura, que siempre estaba presente en este sitio. Acá ya no hay más calle del Cartucho y resulta difícil creer, al sentarse en los jardines, en los prados o en cualquiera de las bancas del parque Tercer Milenio que lo reemplazaron, que hace apenas algunos meses esto era un hoyo de miseria y tristeza donde cientos de hombres, de niños, en medio de montones de basura y “cadáveres de cosas,” iban desapareciendo tirados en el piso y recostados contra paredes descascaradas.El parque Tercer Milenio es ya una realidad y, lo más importante, una felíz realidad. Este proyecto, impulsado por la administración distrital desde 1998, le ha cambiado la cara al centro de Bogotá. Las 16 hectáreas que lo conforman han sido pensadas para darle un espacio a los dos millones de personas que diaramente transitan por este sector de la ciudad, y a los miles de habitantes que viven en esta zona de la capital.Hoy todo es distinto para aquellos que viven en San Bernardo, la Extensuela y otros barrios cercanos al parque. “Cuando esto era el Cartucho, en el momento en que me bajaba del bus tenía que coger un taxi para que me llevara hasta mi casa, distante apenas dos cuadras”, dice Farid Rodríguez, quien hoy en día le dicta clases de fútbol a niños entre los 5 y los 18 años en uno de los prados del parque.
Basta con ver a un perrito en dos patas ladrándole a una pelota; a un niño echando cometa con un vigilante y a dos novios tomando yogurt bajo un arbolito para darse cuenta de que ésto es otra cosa. La dueña del perro saltarín se llama Ximena y vive a unas tres cuadras al sur del parque. “Mire: mi hijo es ese de camiseta azul. Yo lo traigo a entrenar con el profe y a los bebés los monto en el rodadero y en los columpios.”
El parque puede ser visto como un espacio para el ocio y la recreación, pero también es un espacio para contemplar, para recuperar hasta dónde se puede el sentido romántico, y alejarse por un rato de la estresante velocidad de Bogotá. En el parque, cualquiera puede sentarse en una loma tranquilo, para mirar la gran ciudad o la hormiga andando en el pasto mientras el viento le golpea a uno la cara.Según Patricia González, directora del Instituto Distrital de Recreación y Deporte (IDRD), entidad encargada de la administración y mantenimiento del parque, “ésta es la obra más grande de renovación urbana de la ciudad”. El IDRD estará realizando actividades recreativas para los diferentes sectores de la población, tales como conciertos, actividades de educación física, y recreación para adultos discapacitados, entre otras.
—a las malas— porque les tocó aguantar la vida robando, drogándose o vendiendo droga y prostituyéndose. El jueves 4 de agosto, a las cinco de la tarde, por una pequeña vía que conduce a una de las casitas de rodaderos, pasamanos y columpios, venían Carlos y su hermana comiendo paleta de limón, mirando a lado y lado. “Antes no salíamos porque era muy peligroso. Ahora vengo a cada rato a traer a mi hermanita al parque,” dice Carlos.La niña, que tiene cuatro años, se desprende de la mano de su hermano y sale corriendo, y el morral que lleva en la espalda se bambolea mientras ella se encarama rápidamente en el rodadero, para luego dejarse deslizarse con una sonrisa de oreja a oreja. Detrás de ella viene un típico niño bogotano, mono, de pelo parado y cachetes colorados. Y detrás, otra niña de trenzas y más atrás, una fila de cinco o seis que esperan su turno.Y, cuando uno abandona el parque, mientras se camina hacia la estación de TransMilenio, las risas se siguen oyendo, ahora ya como murmullos, como susurros lejanos y felices.
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